conducta prohibida o no omitan la conducta ordenada, sino también que organicen su actividad
de tal modo que puedan garantizar su propia capacidad de evitabilidad futura de la infracción de
dichas normas (Yañez, 2019, p. 66). Así, en términos de los autores Javier Contesse y Jorge Boldt
(2009), “quien pretende seguir la normas debe además –y esto también constituye una necesidad
práctica- evitar limitar su capacidad de seguimiento de las mismas. De este modo, la falta de una
de las condiciones necesarias para la imputación –por ejemplo, la falta del conocimiento de las
circunstancias relevantes en el caso del error- no excluye esta última cuando esa misma falta es
atribuible al agente” (Contesse y Boldt, 2009, p. 122).
Lo anterior implica que el reproche que el legislador dirige hacia un comportamiento imprudente
puede ser visto como un reproche menor, ya que la despreocupación sobre una evitabilidad futura
expresa una infidelidad al derecho menor a la expresada mediante la perpetración de un delito
doloso, además de constituir una preocupación que implica un sacrificio mayor. Por ello, la
imputación por imprudencia es legalmente excepcional, demostrándose un criterio de clausura
del delito imprudente.
En suma, la imputación de un delito imprudente descansa sobre la hipótesis según la cual aquello
apto para asegurar la capacidad de dar observancia a la norma es la observancia de una exigencia
de cuidado. Bajo esta premisa, el éxito de la imputación a título de dolo y a título de imprudencia
se manifiestan de forma diferente: la primera apunta a una infracción de la norma de
comportamiento especificada en un concreto deber de acción; y la segunda a una infracción de un
deber de cuidado que imposibilitó la formación de la capacidad futura de seguimiento de la norma
de comportamiento (Reyes, 2014, p. 103).
Lo señalado previamente conduce a la pregunta por el fundamento de la punibilidad de la
imprudencia, vale decir, aquellas razones por las cuales una conducta imprudente admite ser
castigada pese al déficit de capacidad de evitación. En esa línea, cabe tener presente que el sistema
de numerus clausus ya comentado ha sufrido una importante expansión en las últimas décadas.
Según expone Fernández Cruz (2002), actualmente nos encontramos en una sociedad de riesgo
para determinados bienes jurídicos dignos de protección, lo que ha llevado a que reformas penales
recientes introduzcan nuevos tipos imprudentes que pretenden proteger bienes jurídicos como el
medio ambiente, la seguridad laboral o ciertas operaciones de carácter económico (Fernández,
2002, p. 102). El mismo autor explica que, a fin de evitar un abuso de este sistema por parte del
legislador penal, debiesen concurrir dos requisitos para tipificarse un delito imprudente, estos
son: “a) Su referencia a un hecho especialmente grave. Así, tradicionalmente la imprudencia ha
sido vinculada a homicidios, lesiones o incendios. En el mismo sentido, no se suele tipificar la
comisión imprudente de delitos de peligro abstracto o de delitos que no encierran al menos una
peligrosidad concreta. b) Que el sujeto activo tenga un especial deber de cuidado en función de su
profesión, oficio, cargo o posición jurídica” (Fernández, 2002, p. 104). No obstante, es posible
plantear matices frente a esta propuesta, toda vez que en nuestro ordenamiento se pueden
reconocer formas tradicionales de imprudencia que no necesariamente cumplen con ambos
requisitos de forma copulativa, sino que encuentran fundamento en solo uno de los dos, como
ocurre, por ejemplo, con la punibilidad de un delito de homicidio simple culposo, el que será
sancionable incluso sin mediar una calidad especial del sujeto activo, siempre y cuando se cumplan
las condiciones generales de imputación a título de imprudencia, estas son: inobservancia de un
deber de cuidado; que la inobservancia sea atribuible al autor según sus capacidades individuales
y la verificación de que, de haber cumplido con la exigencia de cuidado, el autor se habría